Escritor, humorista y sibarita freak, Miguel Brascó recapitula su historia y nos sopla algunos consejos prácticos para sobrevivir en el tramposo mundo gourmet.

Brasco tiene 81 años y una hija de 10 que lo acompaña a las notas con “revistas péndex”. La nena es avispada como el padre y se echa un sueñito mientras el gourmet letrado, luego de desanudarse el moño rojo que se había puesto para las fotos, resume la historia de su vida con más oficio narrativo que entusiasmo.
Para él, su novela biográfica es sopa fría –se asquea a la segunda cucharada–, pero pensemos en un Brasquito creciendo en un pueblo “ruin” de la Patagonia, más precisamente Puerto Santa Cruz, a fines de los años 20 y comienzos de los 30. Una comarca de australianos sacudida por el viento y penetrada por las rías de un mar díscolo. “Tuve una infancia plena y muy fascinante: tenía una perra que se llamaba Chuchumeca, una australiana ovejera”, relata. “Tenía dos pollos como pets. Tenía un guanaco, tenía un chulengo –un ñandú chico– y además era el hijo menor de tres hermanos. Mis hermanos mayores estaban con mi madre en Buenos Aires, estudiando. Mi padre, que era médico, estaba siempre fuera. Así que tenía una vida muy libre y muy segura. No pasaba nada. Era una versión exacta de la Argentina.”
Eran tiempos de Arlt, pero Brasquito estaba a seis días de barco de Boedo y las únicas lecturas que tenía a mano eran los clásicos que publicaba la revista Leoplán (que años después coeditaría). “Fui escritor desde muy chico –se define–. Me recuerdo siempre sentado en un lugar escribiendo.” Ahora detengámonos un momento en la fabulosa geometría de este poeta enologista, legendario exégeta del universo bodeguero y carismático bon vivant de las criptas gastronómicas del país. El cuerpo entero de Brascó parece haber adquirido la forma antojadiza de una botella tipo chianti, o incluso el empaque de un buen copón. De torso perfectamente esferoidal, la testa se le hunde hasta hacer desaparecer el cogote. Una mezcla del Pingüino de DeVito con la icónica cabeza publicitaria de Geniol (sólo que al tope del cráneo, en lugar de clavos, tiene una sedosa capita de pelo blanco).
Esta suerte de prodigio anatómico e intelectual, esta rara mezcla de narrador gombrowicziano con escritor marketinero con dibujante dotado con catador serial con cronista mediático-mítico (el moño y los tiradores son su marca estética pública, a la manera del traje blanco de Tom Wolfe) es una de las pocas leyendas activas del periodismo y el humor gráfico nacional. Es el corresponsable de que Quino inventara a Mafalda (una tira originalmente pensada como publicidad semiencubierta de los electrodomésticos Mansfield) y es el hombre que escribió “La Vuelta de Obligado” para Alfredo Zitarrosa. Es el columnista zumbón de la prehistoria gourmet patria, mucho antes de que se populizaran los cursos de enología y de que Palermo se convirtiera en una ciudadela cuyos distritos se delimitan a fuego de cacerola y wok. Es el hombre que, como una especie de Jauretche sibarita, vive escribiendo el continuo manual de las zonceras etílico-gastronómicas argentinas en medios extintos y vigentes (revistas como Claudia, Status, Ego, Cuisine et Vins, actualmente en la dominical de La Nación ) y libros que le ponen mística y ficción a la vaporosa cultura del escabio calificado (está por lanzar una nueva edición del Anuario Brascó ). También es el simpático protagonista de un aviso televisivo del restaurante Sotto Voce y el improbable gurú de varias generaciones de bebedores entrenados.
Ex miembro del selecto club Epicuro (donde se hizo amigo del Gato Dumas y de José Federico López, dueño de las bodegas López) y fundador de sucedáneos como The Twelve Fishermen (inspirado en Chesterton) y The Fork Club, Brascó es tanto un gourmet como un freak. Abogado (gradudado en Santa Fe), publicista exitoso en sus años mozos en Perú, eventual wine make r (defensor a ultranza de los viejos toneles de 12 mil litros, antes de que el marketing yanqui los reemplazara por las barricas pequeñas), vividor y observador satírico de la paquetería criolla, Brascó inscribe su estilo de escritura en un linaje bicentenario. “Es el estilo de mi generación –asegura–. Mi generación fue rescatada por Borges de la prosopopeya del lenguaje acartonado de Enrique Larreta y los escritores de esa época. Obviamente, Argentina tiene muchos antecedentes de literatura casi conversada, como la de Lucio Victorio Mansilla, el autor de Una excursión a los indios ranqueles. Mansilla escribió Causeries de los jueves, un libro de conversaciones que tenía él –que era un tipo muy afrancesado– con sus amigos. Hay una tradición en la Argentina de escribir como se habla, que fue lo que impuso primero Macedonio Fernández y después Borges. Mi generación se instaló en esa vía, y yo la desarrollé bastante bien. En realidad, yo escribo como hablo, y he hecho una mezcla curiosa de lenguaje muy popular, mezclado con lenguaje muy culto. Ese mix es lo que da esa cosa rara que tiene mi estilo.”
En este momento tiene dos novelas en gateras. Una titulada El prisionero –escrita en un 70 por ciento– y otra –terminada– que se llama Los leopardos son cosa del atardecer. “Es un best seller –dictamina Brascó–. Es la historia de un ingeniero metalúrgico rosarino que se ve envuelto en una aventura de caza mayor en Zimbabwe. Yo estuve ahí, es el único país donde todavía existe la caza mayor. Tiene todos los elementos para ser un éxito. Si uno maneja bien el marketing, no pierde tiempo escribiendo fracasos. Lo que pasa es que acá las editoriales no saben vender libros. Así que acabo de mandarlo a Nueva Zelanda para que me lo traduzcan al inglés: lo voy a vender fuera de país.”
Para él, su novela biográfica es sopa fría –se asquea a la segunda cucharada–, pero pensemos en un Brasquito creciendo en un pueblo “ruin” de la Patagonia, más precisamente Puerto Santa Cruz, a fines de los años 20 y comienzos de los 30. Una comarca de australianos sacudida por el viento y penetrada por las rías de un mar díscolo. “Tuve una infancia plena y muy fascinante: tenía una perra que se llamaba Chuchumeca, una australiana ovejera”, relata. “Tenía dos pollos como pets. Tenía un guanaco, tenía un chulengo –un ñandú chico– y además era el hijo menor de tres hermanos. Mis hermanos mayores estaban con mi madre en Buenos Aires, estudiando. Mi padre, que era médico, estaba siempre fuera. Así que tenía una vida muy libre y muy segura. No pasaba nada. Era una versión exacta de la Argentina.”
Eran tiempos de Arlt, pero Brasquito estaba a seis días de barco de Boedo y las únicas lecturas que tenía a mano eran los clásicos que publicaba la revista Leoplán (que años después coeditaría). “Fui escritor desde muy chico –se define–. Me recuerdo siempre sentado en un lugar escribiendo.” Ahora detengámonos un momento en la fabulosa geometría de este poeta enologista, legendario exégeta del universo bodeguero y carismático bon vivant de las criptas gastronómicas del país. El cuerpo entero de Brascó parece haber adquirido la forma antojadiza de una botella tipo chianti, o incluso el empaque de un buen copón. De torso perfectamente esferoidal, la testa se le hunde hasta hacer desaparecer el cogote. Una mezcla del Pingüino de DeVito con la icónica cabeza publicitaria de Geniol (sólo que al tope del cráneo, en lugar de clavos, tiene una sedosa capita de pelo blanco).
Esta suerte de prodigio anatómico e intelectual, esta rara mezcla de narrador gombrowicziano con escritor marketinero con dibujante dotado con catador serial con cronista mediático-mítico (el moño y los tiradores son su marca estética pública, a la manera del traje blanco de Tom Wolfe) es una de las pocas leyendas activas del periodismo y el humor gráfico nacional. Es el corresponsable de que Quino inventara a Mafalda (una tira originalmente pensada como publicidad semiencubierta de los electrodomésticos Mansfield) y es el hombre que escribió “La Vuelta de Obligado” para Alfredo Zitarrosa. Es el columnista zumbón de la prehistoria gourmet patria, mucho antes de que se populizaran los cursos de enología y de que Palermo se convirtiera en una ciudadela cuyos distritos se delimitan a fuego de cacerola y wok. Es el hombre que, como una especie de Jauretche sibarita, vive escribiendo el continuo manual de las zonceras etílico-gastronómicas argentinas en medios extintos y vigentes (revistas como Claudia, Status, Ego, Cuisine et Vins, actualmente en la dominical de La Nación ) y libros que le ponen mística y ficción a la vaporosa cultura del escabio calificado (está por lanzar una nueva edición del Anuario Brascó ). También es el simpático protagonista de un aviso televisivo del restaurante Sotto Voce y el improbable gurú de varias generaciones de bebedores entrenados.
Ex miembro del selecto club Epicuro (donde se hizo amigo del Gato Dumas y de José Federico López, dueño de las bodegas López) y fundador de sucedáneos como The Twelve Fishermen (inspirado en Chesterton) y The Fork Club, Brascó es tanto un gourmet como un freak. Abogado (gradudado en Santa Fe), publicista exitoso en sus años mozos en Perú, eventual wine make r (defensor a ultranza de los viejos toneles de 12 mil litros, antes de que el marketing yanqui los reemplazara por las barricas pequeñas), vividor y observador satírico de la paquetería criolla, Brascó inscribe su estilo de escritura en un linaje bicentenario. “Es el estilo de mi generación –asegura–. Mi generación fue rescatada por Borges de la prosopopeya del lenguaje acartonado de Enrique Larreta y los escritores de esa época. Obviamente, Argentina tiene muchos antecedentes de literatura casi conversada, como la de Lucio Victorio Mansilla, el autor de Una excursión a los indios ranqueles. Mansilla escribió Causeries de los jueves, un libro de conversaciones que tenía él –que era un tipo muy afrancesado– con sus amigos. Hay una tradición en la Argentina de escribir como se habla, que fue lo que impuso primero Macedonio Fernández y después Borges. Mi generación se instaló en esa vía, y yo la desarrollé bastante bien. En realidad, yo escribo como hablo, y he hecho una mezcla curiosa de lenguaje muy popular, mezclado con lenguaje muy culto. Ese mix es lo que da esa cosa rara que tiene mi estilo.”
En este momento tiene dos novelas en gateras. Una titulada El prisionero –escrita en un 70 por ciento– y otra –terminada– que se llama Los leopardos son cosa del atardecer. “Es un best seller –dictamina Brascó–. Es la historia de un ingeniero metalúrgico rosarino que se ve envuelto en una aventura de caza mayor en Zimbabwe. Yo estuve ahí, es el único país donde todavía existe la caza mayor. Tiene todos los elementos para ser un éxito. Si uno maneja bien el marketing, no pierde tiempo escribiendo fracasos. Lo que pasa es que acá las editoriales no saben vender libros. Así que acabo de mandarlo a Nueva Zelanda para que me lo traduzcan al inglés: lo voy a vender fuera de país.”
Foto: Santiago Porter.
Todo el reportaje: Rolling Stone
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